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Foto del escritorPilar Jódar

Donde el bosque se espesa, de Laila Ripoll y Mariano Llorente (Santander, 18 enero de 2019)


No sabes qué significa la máxima “hay que conocer la historia para que no se repita”, hasta que no ves Donde el bosque se espesa, de Laila Ripoll y Mariano Llorente. Cualquiera no puede internarse en este boque espeso a través del cual se nace a la verdad, con un dolor cegador, intenso y certero. Antonia y su hija, Ana, deciden penetrar en esa densa maraña de la memoria, acuciadas por la urgencia que les imponen sus limitaciones y necesidades físicas: Antonia, afectada de una ceguera física que se corresponde con la mentira en la que se fundamenta su vida; y Ana, acompañada de un hambre voraz de conocer la verdad.

Esta búsqueda de la verdad se realiza a través del motivo del viaje, un recorrido que, como el que hicieran sus abuelos (el supuesto y el real), recala en Francia y llega hasta el corazón de la antigua Yugoslavia, una región que guarda en su seno fanatismos latentes que surgen en la II Guerra Mundial y se conectan con la reciente guerra de los Balcanes.

Esta correspondencia de tiempos históricos, de crímenes sin juzgar, de víctimas olvidadas desembocan en la idea de que todas las guerras son, en realidad, la misma y que si no cortamos la espiral de odio y mentiras el ciclo volverá a repetirse. Por ello, las mujeres de varias generaciones de esta familia alzan su voz contra la violencia ejercida por sus hombres, quienes practicaron y ordenaron violaciones múltiples contra otras mujeres y niñas, asesinatos de niños y mutilaciones atroces, en nombre de unas ideas ficticias y unos enemigos inexistentes. Así, esta es también una obra de mujeres contra la violencia, que muestra descarnadamente y denuncia el uso del cuerpo de las mujeres como botín de guerra.

Desde la taberna de los olvidados y las olvidadas, la Charlatana ―interpretada valientemente por Mélida Molina― con su humor negro y procaz, escondiendo un hachazo detrás de cada sonrisa que nos provoca su descaro, nos señala con su dedo acusador, haciéndonos cómplices y por tanto culpables, de las torturas, violaciones y mutilaciones de las víctimas de estos conflictos que asolaron el siglo XX.

Los muertos, desde el tugurio donde se encuentran, sin justicia, sin recuerdo, sin identidad, sin rostro ―por eso, estos olvidados aparecen con la cabeza cubierta con un saco o una caja― nos hacen caer en la cuenta del peligro que corremos actualmente, cuando voces fanáticas, inventando demonios y falsas amenazas, persiguen generar un conflicto que solo desactivaremos si no conocemos la verdad.

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